Tuesday, October 21, 2008

Peruana



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El Junquito, 1997 ó 1998. Bajamos la montaña Tierras Blancas y llegamos donde Nicolino. ¿Por qué Nicolino?, le preguntaban a veces. Soy italiano, decía. Quería decir, de padres italianos. Salió de la casa y abrió la reja. Roger, Aaron Samuel, Cachaco y yo caminamos hasta una grama al lado de la casa. Había un mono tití con una correa al cuello que estaba encadenada a un árbol. Tócalo pues, dijo alguien. Se ahorcaba sin querer, de la emoción. Nicolino dijo: ¿Eh? Cachaco dijo: Qué de qué. Nicolino: El mono. Cachaco: Ah.
Ninguno se acercó. El mono tenía garras y colmillos afilados. Nicolino dijo: No muerde. Miren. Le dio un beso en la cabeza. Volteó hacia nosotros y sonrió. Subió la mano derecha. Nos hizo la seña de maricón; pulgar e índice unidos en círculo, y los otros tres dedos hacia arriba. Dijo: ¿Eh?, sin dejar de sonreír. Volteó hacia el mono. Con la mano izquierda le abrió las piernas y le hizo una paja con el pulgar y el índice de la derecha. No sé cuánto tiempo. El mono eyaculó con los ojos perdidos. Nicolino se limpió la mano en el pantalón. El micro pene del tití seguía erecto y tenía forma de trompeta. Trompeta piccolo.

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Lisa es buena conmigo. Un día llegué molido a la casa y me eché en el colchón. Desde esa posición le escribí al teléfono. Un poco más de media hora después ya estaba tocándome el timbre. La abracé y la fui desvistiendo. Un poco de lengua en algunas zonas que iban apareciendo más apetitosas de lo normal. Me cabalgó un rato largo. Sudamos. Acabé y nos echamos. Se acabó la maldición, dijo. ¿Qué maldición, chica? Una maldición que me lanzó una indigente en Playa Pantaleta. No le quise dar plata y comenzó a insultarme. Dijo: Perra. Y dijo: Más nunca vas a tirar, ya vas a ver. Y me asusté; iban dos meses que nada. Hasta hoy. La acabamos. Y acabamos, dije. Yo no, contestó. Se me volvió a empinar pero Lisa es una santa y yo soy su consentido; se fajó a chupar. Bolas, palo, ingle. Quedó humectado el aparataje completo. Con gusto se tragó la leche. Y como todo se devuelve, saltó y me embistió la lengua con un beso.


La psiquiatra quedó en leer mis textos. Desde el primer momento hablamos de literatura, conoce varios autores. Tenemos una hora semanal de consulta, una hora tramposa porque son en realidad cuarenta y cinco minutos. Y yo hablo y hablo y apenas llego a los quince. Escribes ¿no?, dijo. Ajá. Bueno, tráeme escritos pues. Me hablas quince minutos y me dejas un escrito, pero corto, ¿eh? Así para la próxima consulta ya habré leído y complementamos con las sesiones.
Así quedamos y así hemos ido. Dijo que el primer escrito estaba bien porque revelaba algunas cosas (para mí, nada, pero bueno). Pero dijo que el segundo era pornografía. Y a pesar de que ella era mujer y podría gustarle la pornografía en ciertas ocasiones, ciertamente la consulta no era lugar para esas cosas.
Esto último lo habló en tono más bajo y entornando la cara para bajarse los lentes. Me miró sin parpadear, muy seria. Debe tener cincuenta. De piel acaramelada y boca jugosa. Tiene acento raro. No me atrevo a clasificarla. Una vez conocí un tipo que hablaba en lo que me parecía perfecto mexicano y resultó ser boliviano. Otra vez acusé de boliviana a una amiga y resultó que era ecuatoriana. Desde entonces me rendí. Pregunta pendiente para la próxima semana. ¿Nacionalidad?


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Zaida es sobrina de la escritora Esdras Parra. Me contó que tenía un tío en Caracas. Tía, mejor dicho, se corrigió. Es curiosa, dijo, se convirtió en mujer pero precisamente porque le gustan las mujeres. Cuando estaba a punto de morir, la invitó a su casa para que tomara cuantos libros quisiera. Zaida dijo que entró a su apartamento y aún cuando era grande le pareció un zucucho por la cantidad abrumadora de libros. Su tía la recibió una tarde soleada y húmeda, pero por dentro la vivienda era más bien lúgubre y polvorienta. Madriguera, fue la palabra que usó Zaida. El sótano olvidado de la literatura, también dijo. Muchacha intensa, le dije y nos reímos destartalados. No se llevó ningún libro de su tía. Prefería ir ligera, sin tanto peso.

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Alfredo se estaba cagando en la calle. Conseguimos un fajo de servilletas en una panadería. Le dije que fuera un baño y le expliqué cómo hacía yo: paracaídas o rana. Paracaídas: te bajas los pantalones y sigues parado, te sujetas de un gancho o algo, y apenas te agachas en un ángulo que te permita descargar sin tocar la loza. La rana puede resultar más incómoda o más cómoda, depende del caso, porque te bajas los pantalones y luego montas los dos pies en la taza y te pones en cuclillas. Cualquiera de las dos formas sirve para evitar el contacto directo con la mugre de la poceta. Alfredo escuchó atento y luego razonó que la segunda técnica era peligrosa, había visto fotos en internet de una gorda que intentó esto y la taza se resquebrajó y la gorda cayó y se tasajeó las nalgas y los muslos por detrás. Una verdadera cagada que te pase eso, repuse. Al rato se perdió Alfredo. Cuando volvió, sonreía. Hizo el trabajo sucio tal como le gusta, a la antigua. Sin rana. Sin paracaídas.


La doctora es peruana. Sonrió y me habló de su país. Estaba bonita.
Sobre los escritos opinó que el segundo era escatológico y aún cuando eso forma parte de los seres humanos, me recordó que la consulta no era para eso (ni para la pornografía). Cuidadito con eso, dijo.
El consultorio es pequeño y el escritorio marrón. Hay una lámpara marrón y un archivador marrón. Todo parece labrado en caoba y barnizado. A la derecha de la silla donde me siento hay un tabique marrón. Del otro lado hay una camilla. La primera consulta me llevó hasta ahí. Me quité la camisa y me manoseó para auscultarme. Ella llevaba un conjunto color hueso y la falda no era larga. Las piernas, me fijé, eran como patas de pollo, muy flacas. Sin embargo, fibrosas. Había algo de esfuerzo en esas batatas. Me puse la camisa y volvimos, ella a su silla y yo a la mía.
Del primer escrito refirió que Esdras Parra le gustaba más como poeta que como cuentista. Y agregó que era harto triste. Que parecía un cuento y que ella necesitaba, a fin de que yo sacara el mayor provecho de la terapia, que me pusiera más confesional. Al escribir debía recordar que era para ella y debía recordar las causas que me llevaron hasta ella. Carcajeé. ¿Qué te divierte?, dijo. Le conté que me parecía loco aquello de pagarle porque me leyera, normalmente funciona al revés, incluso algunos roban por leer. Ella abrió la bocaza húmeda y se puso condescendiente. Si alguna vez te publican, me compro tu libro.
¿Tendrá hijas? Tiene la soltura de los solteros. ¿Qué hace una peruana revoloteando en la podrida y mágica vida venezolana?

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Mi amigo Naxxo tuvo un hijo: Max. Antes de Max, Naxxo era lo que llaman un espíritu libre. Un Dean Moriarty (un Jacques Vaché rústico). El beatnik que no escribe y por eso encarna mejor la palabra que los demás beatniks escritores. Así como Dean por fuera de On the road se llamaba Neal Cassidy, Naxxo fuera de sus discos y los medios de comunicación se llamaba Nacho y le decían Peluche con ironía, porque suave no era ni de casualidad. Venía de un pueblucho del interior. Viajó a la capital pidiendo colas a camioneros. Nunca reveló dónde se tatuó de pies a cabeza y estaba enloquecido por la noche. Una de sus novias (la que lo quiso más o de verdad) era toda una literata. Ximena. Su familia tenía plata, bastante. Un día me invitaron a comer o a fumar porros o ambas cosas. La sala era enorme. Piso de parquet. Pinturas de colección. Esculturas. Recuerdo un cuadro de Jesús Soto en particular. Un bello piano vertical. Y cosas por el estilo. En algún punto Ximena nos contó, no sin humildad, de su padre. Un director de teatro de renombre. No sólo gozaba de prestigio artístico sino de credibilidad por parte de la empresa privada y lo patrocinaban. De ahí sacaron la plata para esta casa, pensé. El hecho es que nos pidió a Nacho y a mí que la acompañáramos. Atravesamos un pasillo largo y llegamos a una puerta con cerradura. Ximena la abrió. Era una galería. Vi un pequeño cuadro de Dalí. Nacho me avisó con el codo para que viera en otra dirección. Un Francis Bacon. Así, como si nada. Hacia el fondo de la galería Ximena se estiraba para llegar a los estantes altos. Sacó un par de libros y se nos acercó. Amanecí de bala dedicado por el propio Chino Valera Mora. Decía: A Ramón, compañero de trinchera. Y por último, bien quemado por el tiempo, un tomo flaco de Ludovico Silva, Cuadernos de la noche. De ése ya no recuerdo cómo decía la dedicatoria, pero era algo como lo del Chino. Ximena dijo que su papá visitó a Ludo (sic) en el manicomio; Ramón le preguntó que qué podía hacer por él, porque tenía toda la disposición, para eso son los amigos, y además estaba en la ventajosa situación de servirle en lo que quisiera. Ludovico le pidió, con los ojos extraviados, una coca-cola helada. Pobre, remató Ximena y nos fuimos de ahí.
A pesar de que Nacho me lo explicó en muchas ocasiones y con muy variadas palabras, nunca comprendí por qué no se quedó con Ximena. Ahora va por su quinto disco. Le va bien.

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Un amigo tuvo un amor violento. La tipa estudiaba psicología. Muy bruja y muy rica. Mi amigo se enamoró a rin pelado y un día la tipa se pintó y no volvió más nunca. Se quedó con varios discos y libros de él. Discos y libros venezolanos. Valiosos en el sentido de que esos objetos raros usualmente tienen tirajes de quinientas copias. Con suerte, mil. Copias que se pierden a los meses en depósitos olvidados o en cajas para revender a los buhoneros. Y no existen catálogos para revisar esos materiales. Sin embargo, mi amigo no la culpaba y mucho menos accedía a que otros amigos insultaran a su ex.
Pasaron años y mi amigo formó un grupo musical con bastante suerte. Él era vocalista y principal compositor, aunque afirmaba con modestia que las canciones eran de todos los integrantes. Grabaron un disco y justo antes de lanzarlo, se disolvieron. Diferencias creativas, afirmaron ante muchos curiosos de los medios de comunicación. Lógicamente, todo el revuelo contribuyó a que pegaran una enigmática canción en la radio. Para nada, porque ya no existía el grupo y luego de un tiempo ninguno de los ex miembros concedía entrevistas. Sólo algunos supimos de dónde venían aquellos versos de La Psicoteraputa.


¿A qué viene todo este rollo de la música?, dijo. Me gusta. No te creo. No me crea. ¿Y por qué usas la coartada del doble? No hay dobles, son experiencias de gente conocida, usted dijo que fuera confesional. Sí, pero habla de ti, niño.
La palabra niño me abrió un abanico de imágenes instantáneas; subirle la falda; tirar todo del escritorio; lamerle la boca; tumbarle los lentes de una bofetada; hacerla chillar en la camilla.
Te digo qué haremos, resumió. Vas a recordar aquí, ahora, por qué viniste.
Imposible, dije.
Imposible no es y lo sabes, dijo.
Mejor se lo escribo.
La terquedad no es una virtud.

Bah. La cosa es que me junté con alguien que tiene más fe en mí que yo. No sabe por qué diantres la engañé las veces que la engañé. Básicamente me dio dos opciones: la calle o la psiquiatra, una psiquiatra que ella escogió y yo tenía que pagar. Accedí por amor. Llevo tres meses en esa consulta, venteando y revolviendo mi estiércol. A momentos recuerdo un montón de cosas. Las imágenes pueden llegar a ser, no; en este caso las imágenes son un boicot para mi salud.


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Una temporada me quedé vagando en la ciudad de Mérida. Por las noches me fajaba con Rayuela y pensaba mucho en Oliveira (era joven, se perdona). De día pateábamos todo lo que había que patear en el Centro. Siempre hay unos tenderetes al frente del ateneo Tulio Febres Cordero. Pasamos por un puesto donde había un montón de libros sobre telas de polyester rojo. Puros títulos venezolanos ¿Tiene el nuevo diario de Alejandro Oliveira?, dije. ¡Oliveros!, enfatizó el librero herido. Sí, Oliveros, es que ando leyendo Rayuela y me confundo con Oliveira. El tipo ni se inmutó. No era un enclenque cualquiera. Me veía con verdadera rabia. Oye, yo veo clases con ese viejo, no te pongas así. ¿Te duele acaso?, le dije por joder. Jimmy me jaló del brazo antes de que el librero se me fuera encima.

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Hay un cuento de Rodrigo Rey Rosa donde un paciente se acuesta con su doctora y gozan de lo lindo.


Suficiente, dijo la doctora. Ese fue su saludo. ¿Leyó lo que le dejé la semana pasada? Y sí… Muy de mal gusto. Muy.
Todo esto lo dijo sin mirarme, mientras anotaba en un récipe.
Toma, me extendió una hoja que arrancó. Te recomiendo con un colega que además escribe de verdad y te puede orientar. Eso sí, a la primera de cambios te corta las patitas rápido, así que no mandes todo al caño esta vez. Él tampoco nació aquí; es chileno. Se llama Fernando. Fernando Cifuentes. Espero que te mejores.


Hensli Rahn -(1932)


1 comment:

Mario Morenza I said...

Hensli, excelente cuento, amigo. Tiene música. Tiene soul. Tiene intriga. Tiene palabras que se estrellan en la costra que cubre lo que no es totalmente develado cuando no "escuchamos con atención los latidos de nuetro corazón", el que nos guía para no equivocarnos en el camino de la vida y en las calles de esta ciudad que se quema.