Daniel vivía con una tía soltera en un apartamento diminuto que estaba en la planta baja de un edificio muy viejo, de los que tienen tres o cuatro pisos y que no tienen ascensor. La sala estaba invadida por helechos de varios tamaños. La tía de Daniel los regaba y cuidaba celosamente. Entre los materos y las bolsas de tierra y abono se paseaba un morrocoy.
–Se llama Goliá –dijo Daniel.
–Goliat –repetí haciendo énfasis en la t al final.
–No, no, no. Goliá y punto.
Me gustaba la casa de Daniel. Todos los muebles eran tan viejos como el edificio. En un rincón había un picó y junto a él un par de guacales rellenos con discos de 45 revoluciones. Según la tía de Daniel, el picó todavía funcionaba y de vez en cuando lo prendía para poner sus discos favoritos; pero cuando dijo eso, Daniel se le puso detrás e hizo muecas de que estaba loca y de que me estaba cayendo a embustes.
Recuerdo que cuando entré por primera vez, todo el apartamento olía a albahaca. Ese día comimos espaguetis con albóndigas que preparó la tía de Daniel. Antes de comer, nos hizo juntar las manos para dar las gracias al señor. Daniel eructó como un cosaco a mitad de oración. La tía interrumpió su rezo y Daniel comenzó a comer sin decir amén. Se chupó un espagueti entero haciendo un ruido muy desagradable y lo masticó con la boca abierta. La tía se molestó tanto que se levantó sin decir nada y terminó almorzando sola en la mesa de la cocina. Después de que terminamos de comer, Daniel tiró su plato y el mío en el fregadero. Me ofrecí a lavarlos pero me dijo que su tía lo hacía. Así que nos fuimos directo a resolver los ejercicios de matemática.
Daniel no era tan tapado como pensaba. En dado caso, era flojo. Prefería que yo hiciera todo el trabajo mientras él se preocupaba porque su lápiz estuviera bien afilado. Temí que si le decía algo que lo molestara, me apuñalara ahí mismo.
Después de que terminamos, mejor dicho, terminé los ejercicios; nos fuimos a la azotea.
Desde la azotea se veía la Avenida Nueva Granada y el cerro de La Bandera al que le dicen La Torre porque en la cima de la montaña hay una torre eléctrica que ya no sirve. Empezaba a oscurecer y las ráfagas de viento nos hacían pasar un poco de frío.
–Toma –dijo de pronto Daniel ofreciéndome una botella de Canelita–. Para el frío.
Le arrebaté dos tragos a la botella y sentí que se me quemaba la garganta. Nos quedamos viendo las luces del cerro que se prendían una a una. En menos de diez minutos la montaña entera se iluminó con punticos blancos.
–Una constelación marginal –dijo Daniel y me pareció que estaba borracho, pero la verdad es que la frase venía con una sabiduría muy sobria y muy extraña.
Luego nos dedicamos a ver los autobuses en El Terminal. Autobuses llegaban, autobuses se iban. La vida era puro viajar, excepto para nosotros. Igual llegaba gente y pasamos un buen rato tratando de acertarle gargajos a alguien. Pasó una vieja obesa con dos maletones en cada mano y un morral a la espalda. El que le diera en la cabeza obtenía diez puntos. El que le diera en los hombros o en el pecho obtenía cinco. Los brazos valían dos y las piernas y pies sólo uno. Era un blanco grande que se movía muy lento y pensábamos que de seguro le íbamos a pegar sus buenos gargajazos, pero la Canelita nos secó la boca y terminamos el juego empatados a cero.
Daniel me indicó que lo siguiera. Me llevó hasta un extremo de la azotea en cuyo borde estaba atornillado el tope de una chimenea de metal que ascendía desde una panadería que quedaba en la planta baja. De la boca de la chimenea salía un aire cálido con olor a pan dulce. Daniel puso las manos frente a la boca de la chimenea y comenzó a frotárselas.
–Pon las manos aquí –me dijo–. No está tan caliente.
Puse mis manos al calor de la chimenea. Era un vapor agradable, un humo caramelizado que dejaba las manos pegostosas.
–Dame cancha –dijo Daniel dándome un empujón.
Me hice a un lado. Él se abrió la bragueta y se bajó los pantalones hasta los tobillos. Se colocó frente a la boca de la chimenea.
–¿Qué haces? –le pregunté pensando que me iba a salir con una mariconada.
–Cambiándole el agua al canario.
Comenzó reírse como un maniático. Escuché un lejano ruido metálico, como cuando las gotas de lluvia se estrellan contra los techos de zinc. Al terminar, se subió de nuevo los pantalones y me hizo señas de que lo imitara.
–Dale. Allá abajo no se dan cuenta –dijo.
Me coloqué frente a la boca de la chimenea y sentí que se me calentaba la barriga. Me desabotoné el pantalón, me bajé el interior hasta la mitad y me agarré el pipí con las dos manos. Apunté justo al centro del agujero. El vapor dulce me entibiaba los testículos y se sentía muy bien. Los vellos se me arremolinaban en torno a la ingle y me provocaba cosquillas.
–Mea, pues –me apuró Daniel.
Sentía que me estaban viendo desde algún apartamento pero no tenía ni miedo ni vergüenza, sólo una vaga sensación de remordimiento.
–No me sale –dije reprimiendo una carcajada.
–Mea, muchacho marico –insistió Daniel. Se puso de espaldas a mí y silbó una canción que no identifiqué.
Arrugué los ojos y eché la cabeza hacia atrás. Apreté las nalgas. De pronto sentí bullir, como si surgiera desde mis pies, un enérgico chorro de orine. Me sentía como un volcán en erupción. El olor a pan dulce se hacía cada vez más intenso a medida que invadía mis fosas nasales. Me sorprendí abriendo los ojos con la cabeza aún inclinada hacia atrás, riendo a pulmón suelto y alucinando que las estrellas que comenzaban a insinuarse muy en lo alto se parecían a los bombillos del cerro y que se prendían y se apagaban intermitentemente.
Miguel Hidalgo Prince -(1984)
1 comment:
Excelente narración. Pronto me gustaría leerla completa. En un libro, un libro vallero.
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