Monday, October 20, 2008

Anecdotario dermatológico


I.- El impétigo ampollar

No lo recuerdo. Tendría un año de edad cuando apareció en la parte frontal de mi muslo izquierdo. Dicen que me rascaba la pierna como si quisiera hacer una expedición hasta mi fémur, pero tampoco tengo registros de semejante escozor.

A falta de un manual sobre cómo afrontar con serenidad los vaivenes de la salud infantil, mi mamá vigilaba la evolución de las ampollas con la minuciosidad de un relojero suizo y las veía desarrollarse en mi piel, temiendo, como es común entre las primerizas, tener que enfrentarse a problemas más trascendentes que una vulgar pañalitis. Mi papá, tal como el hombre del libro Mi Jardín, fumaba su pipa sentado en el sofá de la sala con sus alpargatas y su bigote de caudillo. Para él, esa pendejadita de la pierna eran vainas de muchachos y se me iba a quitar de un momento para otro, sin necesidad de pedirle auxilio a matasanos peseteros ni de estarme untando ninguna pomadita yanqui.

Tras unos días de espera no hubo señales de que la erupción empeorara, pero, a falta de mejorías, mi mamá me llevó a consulta con un especialista que juraba devolverle a la piel de sus pacientes el aspecto saludable que todos merecían. En la cita, luego de una inspección mediocre, el individuo de sonrisa sospechosa, de cuyo cuello colgaba un injustificado estetoscopio, sugirió tomar una muestra de las ampollas para su posterior estudio, y puso a cargo de la tarea a la más incompetente enfermera que pudo haber encontrado dentro de la clínica: una recién graduada con vocación de noviecita de plaza que, a falta de oportunidad para sacarle las espinillas a su Romeo, pagó su frustración extirpando de tajo el cúmulo de ampollas que, cual pléyades de la dermatología, destacaban siniestramente entre la suavidad de mi pierna de bebé, dejando en su lugar un amasijo de suturas, sangre y esparadrapos, al que más tarde mi papá añadiría su fórmula mágica de yodo, sábila y madecasol.

Insisto, yo no me acuerdo de eso, pero seguramente en alguna escondida parte de mi memoria existen reminiscencias de su rostro. Enfermera maligna. Tiene que haber sido pariente de Satán para haberme hecho una cosa semejante. Si la veo alguna vez, y si la reconozco, y si no huye, y si logro alcanzarla, quizá le arranque un mechón de pelo o le rocíe el carro con liga para frenos. Así, limpiamente, una venganza sin mayores aspavientos.

En definitiva, el resultado que arrojó la biopsia fue un inocente impétigo ampollar cuyos síntomas desaparecieron tras su salvaje extracción, pero que le valió al consultorio médico un escándalo de tal proporción que por poco hizo vibrar las paredes y agrietar cristales con una aguda voz de soprano colérica proveniente de esa delgada mujer a la que continúo llamando madre.

La cicatriz, esta característica marca circular, plana, extremadamente lisa, que el paso de las décadas no ha podido borrar, se encuentra siete centímetros por encima de mi rodilla izquierda, y siempre la he considerado mi marca más peculiar. A veces me divierto inventando posibles explicaciones alternas para su aparición. La asocio con la quemadura que podría causar una moneda caliente, o con un sello que si lo ves con detalle dice “Made in Japan”, o con la marca que dejó una pequeña nave extraterrestre al aterrizar sobre mí mientras dormía. Hoy particulrmente se me hace que es el lugar donde está la pila de reloj que le aporta energía a mis imperceptibles sinapsis.


María Lucía Rengifo -(Colaboradora)


2 comments:

Mario Morenza I said...

Buena y entretenida narración, Maria Lucía, espero que cada día que pase escribas mejor. Tú puedes hacerlo y tienes talento y talanta para lograrlo

Mario Morenza I said...

en lugar de talanta, leer TALANTE, jeje