Monday, October 20, 2008

Juan Francisco de León: Primer outsider latinoamericano del XVIII


En la Tucacas de hoy en día, de la primera década de siglo XXI, uno todavía no se sorprende al participar del contrabando y comprar el codiciado queso holandés o el whisky tan escocés, no en una tienda, sino en las manos de un chamito, hijo de pescador en el mejor de los casos, en una calle cualquiera del pueblo, sin aceras y llena de tierra y arena: callejuelas aún coloniales. Cuatro siglos atrás, en cualquier puerto o pueblo del interior venezolano había como mínimo una tienda que expendía mercadería de contrabando. Red ampliamente abastecida por holandeses e ingleses que comerciaban a su merced, pese a los exhaustivos esfuerzos de combatirlo por parte de los vizcaínos de la Compañía Guipozcuana por más de cincuenta años en pleno siglo XVIII. Los consumidores en esas tiendas eran de todas las clases sociales, literalmente de todas y cada una: desde los grandes cacaos a miembros de la iglesia (claro siempre mandarían a los subalternos a comprar) y el común ciudadano de a pie, del pueblo llano como se decía en aquella época, quien sí se presentaba a comprar en persona. Hay que decirlo sin ambages: nuestra idiosincrasia o alma nacional está fundada en el principio quizás caribeño y muy humano de la múltiple moral. Todo comienza por la tenencia del oro y la plata, tan escasos en tierras venezolanas, que recién logran convertirse en Capitanía General en 1777, pero nunca en virreinato; ya que no poseíamos el requisito sine qua non para cualquier virreinato: proveer a la península de oro y de plata sin intercambio, gratis. Por los cronistas sabemos que luego de las perlas, abundantes pero finitas, fuimos tierra de nadie, baldía y de poco valor comercial hasta que se consiguió el oro marrón y dulce, no negro: el cacao. Una sociedad que a partir de entonces se basó no sólo en la exportación sino en el consumo –hasta dos veces al día per cápita– del precioso chocolate; este gusto no dio un placer en el paladar solamente, también deleitó al apetito monetario de nuestros mantuanos, quienes disponían a su antojo las reglas de comercio, precios inclusive, lo que en muy poco tiempo desplazó en importancia al emblemático tabaco, y proveyó a esta casta de abundante oro y plata además de su mote de grandes cacaos (¿sería por latifundistas o por tener las arcas repletas de los preciosos metales?). Tanto fue el éxito comercial de esta casta, que la Corona no tardó en reaccionar: creación de la Compañía manejada por vizcaínos en 1728, cuando ya el cacao era formalmente una industria nacional.


Cualquier español peninsular de hoy en día al escucharnos hablar nos dice que somos canarios, seguramente de Tenerife: esto hasta puede parecernos simpático y gracias a Dios porque se hará más fácil tener el pasaporte de la comunidad europea… En el dieciocho venezolano, los isleños no estaban de acuerdo con que los vizcaínos, de un día para otro, monopolizaran el tráfico del oro marrón y pusieran los precios a su antojo. Tenían razón: bastantes fanegas habían sido cargadas en los navíos durante los últimos cien años para que isleños o locales aceptaran tal imposición de uno de los compradores, además nuevos en el negocio. Sin importar el dato estadístico por fanegas, toneladas, o fluctuación de precios por décadas, el cacao era en efecto producto intercambiable del dieciocho y los holandeses e ingleses estaban perfectamente concientes de ello. Los vascos tasaban a su antojo y de paso pretendían un intercambio desigual en géneros no en dinero: pésimo negocio; tan riguroso y desigual control condujo a un contrabando feroz e indómito que nos arroja al año bisagra de 1749. Diez años habían transcurrido entonces de la guerra de España con los ingleses, mientras que el contrabando ya era imparable por los vizcaínos y por cualquiera: no era un secreto que los peninsulares tenían incluso dificultades para proveer a la provincia de los productos de primera necesidad. Terreno propicio para que los holandeses los sustituyeran y nuestros comerciantes (isleños y locales) hicieran negocios a diestra y siniestra, muy a pesar de la Corona. Terreno propicio también para que Juan Francisco de León se dedicara en los tres años siguientes a encabezar una insurrección de carácter nacional donde se reclaman los derechos comerciales de la provincia. Un acto de insubordinación impensable en cualquiera de los otros planos: religioso, militar o ideológico. Este sublevado contó con el total apoyo de mantuanos, cabildos, miembros de la iglesia y del pueblo llano: las armas vinieron del Caribe; los mestizos y los negros libres engrosaron sus filas de insurrectos. Los ingleses y holandeses felices porque los de la Compañía no vigilaron ni combatieron en absoluto el contrabando durante esos tres años. No sólo la violencia de las armas en la insubordinación, sino reforzada sobre todo con carácter de legalidad en el cabildo de Caracas de 1750, donde de León recibe el apoyo incondicional de otras principales personas y levantan un expediente en contra de la Compañía Guipozcuana, acto cívico sin precedentes: fue un golpe más legal que militar para el imperio.
No obstante, la Compañía desaparecerá apenas treinta y tres años después, y también sabemos que los mantuanos (quizás algunos nuevos ricos en el diecisiete, pero ahora todos viejos ricos y de alcurnia en el dieciocho) no van a renunciar a sus derechos nobiliarios y menos echarle esa vaina a la Corona, por lo que el bueno de Juan Francisco terminará, como predicador en el desierto sin oro ni plata a la deriva en el Orinoco, hasta que se sofoque por completo la revuelta en 1752. En este sentido, sabemos que tanto canarios como mantuanos aceptarán con beneplácito un sexto del importe de cada barco que por edicto real les concede la Corona a partir de 1759; esa gente noble y seria, que mediante sus funcionarios radicados en Venezuela, seguro les harían un guiño para que siguieran en menor grado comerciando también con los holandeses. Toda esta múltiple moral hasta que apareciera el cacao de Guayaquil y destronara la hegemonía del cacao venezolano; de ahí al café y posteriormente al oro negro, excremento del diablo. En todo caso, siempre una provincia de doble moral, pero de un solo producto y de una sola exportación a la vez; hoy en día nada tan grave en un escenario globalizado donde a juro tienes que comprar y vender como nación. Mono-productores y mono-exportadores, pero multimorales: dentro de esa multimoralidad bien encaja el “Manifiesto de Cartagena” de Bolívar como diagnóstico sociológico de la primera República, pero quizás menos afín al contexto de autores como Rodríguez y Bello, quienes junto a otros ilustrísimos venezolanos traducían lo más excelso de la literatura y del pensamiento político del acontecer mundial, nada menos, aparte de realizar verdaderos esfuerzos por hacer copias manuscritas de sus traducciones accesibles al vulgo, aunado al altruismo de catedráticos donantes de sus libros personales para la mayor divulgación posible del libre pensamiento. Sin embargo, los idearios de la emancipación nos petrifican como ese recuerdo a veces marmóreo de don Andrés Bello, al pretender fundar a la República sobre los más profundos valores universales, ante una realidad tan mutimoral, y que acaso se conecte más con el sentido tan práctico y comercial de don Francisco de Miranda, quien vende a América como mercado potencial donde habitaban quince veces más personas que en España. Hoy, Eduardo Galeano acota las noventa veces más población en África que en la Portugal conquistadora. Nosotros quizás podemos optar entonces por pensar a Venezuela como zaguán de América, territorio multimoral, y entonces pensemos:

¿qué es lo que puede fundarse sobre esa tierra de tantos colores, sabores y productos? No en balde Miranda, mercadeaba al canal de Panamá como puente de paso entre dos océanos, mientras que Bolívar hacia lo mismo con Venezuela como puerta de entrada de la América hasta sus más remotos confines andinos. Por ello, acaso la multimoralidad pueda ser una de las mejores razones que explique a Venezuela como perfecto caldo de cultivo para la insurrección de todo el continente sudamericano en ese abril de 1810, gracias también a la poca institucionalidad y como provincia menos influida por el poder hegemónico del imperio español: el Caribe como único territorio posible para tal atrevimiento e irreverencia, Venezuela como base y no punta, de ese iceberg: la patagonia en el norte de ese iceberg, Venezuela y su costa caribeña en el sur.



Pedro Elías Martí -(colaborador)


1 comment:

Mario Morenza I said...

Entretenida crónica. Nos da una idea de dónde venimos y hacia dónde vamos, si es que no hemos variado nuestra dirección, ni nuestro sentido.