Monday, October 20, 2008

El profesor Seco & Rafaela


El profesor Seco


Las manías son tan variadas como los códigos genéticos. Algunas tienden a ser lo suficientemente bizarras para sospechar en el individuo que las perpetra un halito demencial. Es el caso del señor Gustavo Seco que, durante los años vividos, padecidos y, de algún modo, perpetrados en el apartamento A-3 de Bloque 4, registró con su grabadora todas las reuniones de condominio, conversaciones eventuales en la vereda, en el estacionamiento, en las escaleras de Bloque 4. Registró con su grabadora conversaciones acodado en la repisa de los balcones, arremangado a la cerca del parque, en los bancos de cemento o madera del parque, en la caminería. Su peregrinar de cinco años fue, al mismo tiempo, nutrir los anaqueles de su habitación con una alimentada biblioteca conversacional que archivó con rigurosidad taxonómica. Un diario íntimo de sus conversaciones. Seco era profesor de bachillerato y se peinaba con gomina, ya en estos tiempos escasa.

Por tres gruesas horas, el olor a descomposición sorprendió los olfatos de los vecinos de la Letra A durante el mediodía de un sábado. Cuando se percataron que el único de los residentes que faltaba por reportar su queja era el señor Seco y que su Sierra estaba estacionado en su puesto habitual, sospecharon que algo andaba mal: la pestilencia ya no era a comida descompuesta, sino a órganos humanos en descomposición. Entre Pulusa, El Psicólogo de Bloque 4 y los poderes mentales de Rafaela forzaron la puerta luego de varios intentos para comunicarse con él. Seco era flaco y alto, y con un tic nervioso en el ojo izquierdo que lo hacía parpadear compulsivamente. El hemisferio derecho de sus bigotes tenía una proporción de quince canas por cada cien vellos.
El cuerpo de Seco fue hallado sin vida. Todos, aunque negaran con falsas miradas y excusas sin convicción, querían ver el tétrico espectáculo del A-3, así las náuseas complicaran la soltura en el caminar y malabarismos intestinales. A un lado de la cama, había un carnaval de hojas de exámenes, al otro, un carnaval de botellas de diversas marcas y porcentajes alcohólicos que, a primera vista, se confundía con la vitrina de un botiquín o con una exposición etílica que le daba la vuelta al sambódromo. Del otro lado, una pared forrada completamente de cassettes y, en todo el medio, el reproductor encendido reverberaba como una boca cuya dentadura era un armazón de láminas de aluminio y teclas. Rafaela, instintivamente, dijo: Esto parece la emisora radial del infierno. Extendió el brazo y pulsó el botón play.
Se escuchó la voz del señor Alfredo Troconis llevando la batuta. Algo distorsionada por el forzado desplazamiento de la cinta a través de los conductos mecánicos del reproductor. Al parecer, fue la última reunión del condominio cuya asistencia llegó a las ocho personas.
Pulusa que, por su reacción, pareció más asqueado por las palabras que brotaban de las cornetas que por el espectáculo dantesco, hundió su dedo en el botón stop y la voz del administrador, la odiada voz del administrador, se apagó en seco. Seco, cada vez que los Leones ganaban, ponía a todo volumen el Himno, y fue el estribillo patrio lo que comenzó a reverberar. Y fue un llamado desde las entrañas del aire, porque hasta ese momento ningún vecino había visto alguna: comenzaron a revolotear escuadrones de moscas en el cuarto. La invasión aérea se agudizó en el coro y fue imposible la permanencia en aquella habitación sin ser salpicado por cientos de puntos negros voladores a la vez.
Seco se abotonaba la camisa hasta dejar libre los dos últimos botones de arriba.


Rafaela


Después de pulsar el botón play, Rafaela parecía la única imperturbable. El resto de los vecinos, estaban desorientados. Rafaela, desde pequeña, tuvo una cápsula que la cubría de las emociones y asombros. Los médicos que trataron de indagar sobre el misterio de su carácter ígneo, sospecharon la ausencia de una hormona, o de un cromosoma, o, en fin, la ausencia de un elemento genético fundamental para las reacciones de este tipo.

Rafaela pasaba casi todo su tiempo pintando. Cuando no lo hacía, se dedicaba a imaginar próximas creaciones. En sus cincuenta años de vida, ha tenido dos ataques catalépticos. Casi una metáfora de su personalidad: simulacros de una muerte sin antecedentes. Rafaela pintaba vírgenes. Vírgenes con sus palmas juntas, rezando. Vírgenes con sus palmas juntas, agachadas. Vírgenes sentadas, de rodillas, volando, o elevándose con ángeles; vírgenes en las montañas, en los ríos, en la lluvia, dentro de una gota de lluvia; en el mar, construyendo castillos de corales subacuáticos. Vírgenes negras, vírgenes blancas con sus palmas escondidas, trigueñas, andinas y orientales. En el silencio de Rafaela se indagaba una promesa por sus resurrecciones. La diversidad racial y costumbrista de su panteón beatífico le daba a su obra la heterogeneidad que siempre escaseó en los vitrales de las iglesias.
Rafaela, diez años atrás, se ganaba la vida leyendo el porvenir de las personas en sus propias cédulas de identidad. La atmósfera burocrática y laminada del futuro se manejaban con soltura de verbo y veracidad en esta mujer que, para ese entonces, pisaba los cuarenta. Dígitos de siete y ocho cifras bastaban para diagramarle a sus clientes los futuros posibles. Rafaela se negaba a leer cédulas vencidas, argumentando que traían mala suerte, tanto para el propietario del documento como para ella.
Rafaela abandonó el apartamento A-3. Sin mediar palabras con los vecinos apurruñados como en un vagón fúnebre, cruzó el rellano que las separaba de su apartamento. Se hizo un arroz a la cubana. Destapó una botella de Frescolita y sacó de un anaquel un paquete de galletas Newton, ya por la mitad. En mitad de un bocado y otro, se detuvo a pensar en la señora de su vecino. Ésta andaba de viaje y llegaría mañana, a cualquier hora del domingo. No dudaba que ella misma era la única en poseer el teléfono de la señora Seco, pues ella no era una mujer muy sociable. Era profesora de educación Artística en bachillerato y, aunado a esto, la cercanía geográfica de sus apartamentos, había facilitado la tenue amistad. Una mosca. Dos y tres más, empezaron a revolotear por la mesa. Rafaela, en el aletear de los insectos, reconoció en ellos su más reciente destino turístico y que el olor a huevo y arroz les apetecían más que los brebajes alcohólicos de la muerte.
Después de almorzar, Rafaela buscó su agenda. La llevó a las manos de Navarro. Qué palabras utilizar, fue la traducción del silencio colectivo de los vecinos que, en la vereda, recordaban una congregación de pascuas. A todo el que pasaba le informaban lo ocurrido con el tono de una agencia de noticias especializada en necrologías. Si hubo un momento en la historia de Bloque 4 en que los vecinos de la Letra A estuvieron cerca de ser un coro griego, fue en ése. Nunca antes, habían compartido una actividad en común. El hecho tétrico los seducía y los llevaba a compartir más, a abrazarse como excusa de quienes nunca se han, ni siquiera, dado un beso de saludo en la mejilla.
A todos le informaban, con exactitud, de lo atestiguado con la vista amaestrada para captar detalles: la marca de la botella a medias bebida, cuántas moscas planeaban y cuántas sobre el cuerpo de Seco, el promedio de notas de los exámenes que corregía el desgraciado. A la media hora, con la capacidad que tiene una historia de ir de una persona a otra y metamorfosearse, todo Bloque 4 tenía una versión oficial que variaba de Letra a Letra. Por ejemplo, en la Letra D, el señor Seco había muerto envenenado. En la C, se había suicidado (que no era descartable). En la G, se presumía asesinato por venganza. Y en la E, aún estaba presente la muerte de las hermanastras Torrealba, por lo tanto, era casi la misma versión de la G. Pero, comunicarse con su esposa, ya viuda sin saberlo, era algo diferente. No se trataba de una noticia transformada en chisme. Buscar a un familiar no tan cercano para que éste se encargara era lo más loable. El olor a podredumbre a las cuatro de la tarde se había acentuado. Urgía hacer la llamada. Unas horas más y el apartamento iba a ser el cuartel general de las moscas de Coche. Navarro sacó su celular del bolsillo, y marcó la docena de dígitos. Sonó una. Sonó dos. Sonó tres, cuatro, siete veces y dos llamada más. Y otras tres. En la cuarta ocasión, la voz programada de una operadora en otra especie de informaciones, las secas, las objetivas sin miramientos, las robóticas que carecen de humanidad de tono, dijo que el teléfono estaba fuera de cobertura y que podía intentar más tarde. Luego de agradecer por usar el servicio de telefonía a distancia, surgió de la nada, en la nada del teléfono, la voz de la señora Seco, invitando a dejar su mensaje después del pitido. Navarro canceló la llamada. El señor Luis, del A-1, dijo que, de seguro, dentro del apartamento, había una agenda con los teléfonos de las amistades de los Seco. Gerardo, del A-7, dijo con impertinencia que los teléfonos de las amistades de los Seco seguro estaban anotados en una sola hoja, para qué iban a tener una agenda. Nadie, obviamente, hubiera ignorado e, incluso, reprochado el comentario de Luis en otra situación. Bueno, no nos queda otra, dijo Navarro, a ver, quiénes entramos y resolvemos esto de una buena vez.
Navarro no había terminado de hablar cuando Rafaela, casi moviéndose como un zombie, se dirigió a la entrada. ¡Bueno –exclamó Navarro– allá va la valiente Rafaela!, sé que ella podrá, sin la ayuda de nadie, encontrar la agenda. Ella y la señora Seco son mejores amigas.
Pasaron veinte minutos y Rafaela aún no bajaba con teléfono alguno. Treinta. Cuarenta minutos. Voy a ir llamando a una funeraria mientras tanto, dijo Luis. Mejor subamos, sabes cómo es Rafaela, dijo Navarro, llevándose su dedo índice a la sien para indicar cierto grado de locura.
De pronto, se escuchó desde el cuarto del occiso, el sonido de una conversación entre Navarro y Seco: En esta mierda de bloque a nadie le gusta trabajar, dice Navarro. Tienes razón, aquí todos son unos zagaletones que quieren que todo se los dé el gobierno, dice Seco. Muy cierto, no pueden ver una repartidera de algo, dice Navarro.
Los vecinos subieron envalentonados con una tropa de bomberos solicitada por algún otro vecino bloquecuatreño.
Cuando entraron al A-3, vieron a Rafaela con sus instrumentos artísticos, su atril, sus paletas, sus acuarelas, su delantal, sus pinceles y su talento retratando la imagen del señor Seco en brazos de una virgen, una virgen asiática con un reproductor portátil de la misma marca que el equipo de sonido.


Mario Morenza -(11)


1 comment:

Pilar said...

Me ha gustado mucho tu cuento, creo que el inventar términos es muy propio de ti, siempre hay alguno nuevo en tus cuentos. No cuesta nada imaginarse la situación que los personajes vivieron en el relato, lo de las moscas es muy gráfico, pero la mejor parte es Rafaela pintando otra virgen! Alguien tenía que salvar al Maestro....